Desde los inicios de la cuarentena oficial como medida de contención del COVID-19 en Venezuela, la banca local ha venido mostrando un mayor deterioro, en su gran mayoría vinculadas a la férrea política de encaje que mantiene el BCV. En particular, al ser una fracción de los depósitos que se inmovilizan en el ente emisor, el elevado requerimiento de encaje no solo provoca que los bancos se expongan a marcadas limitaciones para prestar (siendo estos depósitos la principal fuente para generar financiamiento) sino que también induce una fuerte caída en sus activos líquidos (usualmente denominadas disponibilidades o reservas bancarias). Así, una vez llegada la pandemia, la disponibilidad de fondos de los bancos locales para operar cayó dramáticamente, por lo que las secuelas de las altas obligaciones de la banca con el BCV trascendieron más allá de la intermediación crediticia. El carro comenzó a quedarse sin gasolina.
En efecto, esta situación de iliquidez (iniciada con las alzas del encaje) comenzó a agravarse con los efectos de la cuarentena contra el nuevo virus sobre la actividad comercial local. Menos operaciones supuso menos transacciones, y por ende menos depósitos para convertir en activos líquidos (además de menos comisiones y por ende menos generación de ingresos). Por otro lado, la postura fiscal contractiva del Ejecutivo durante la pandemia también supuso un recorte de los recursos a disposición de la banca para acumular este tipo de activos, en un entorno donde la dolarización tampoco fue suficiente para compensar el impacto adverso de la menor afluencia de bolívares (como mecanismo para genera liquidez bancaria). Así, ante un elevado requerimiento de encaje (por cada depósito obtenido), pronto los bancos comenzarían a mostrar reservas bancarias por debajo del encaje legal requerido (déficit, o reservas bancarias por debajo de cero) bajo el nuevo contexto.
Con el retorno progresivo a las actividades derivadas de la aplicación del esquema de distanciamiento 7+7, y con los leves recortes periódicos al encaje ordenados por el BCV entre abril y enero, las disponibilidades de los bancos comenzarían a mostrar una leve recuperación, aunque aún alcanzando niveles por debajo de lo visto previo a la llegada de la pandemia. El alivio duraría poco, sobre todo cuando el Ejecutivo inició con una mayor inyección de recursos (vía pago de bonos o ajustes a salarios del sector público) como mecanismos para contrarrestar la crisis que dejaba la pandemia. A diferencia de lo ocurrido a inicios de la pandemia, esta crecida de depósitos le generó más pasivos a la banca que ingresos (o activos líquidos), conllevando a un nuevo recorte de sus disponibilidades. Tal contexto parece haber forzado el “ligero” cambio en la postura del BCV respecto a la expansión del crédito local, provocando el recorte del encaje bancario que comenzará a regir esta semana.
Sin embargo, más allá de estas últimas modificaciones, aún queda la duda sobre si los reguladores en Venezuela han internalizado la gravedad de convivir en una economía con una banca sin fondos para operar o para suministrar liquidez que apalanquen las transacciones de nuestro mercado (sin importar su tamaño), incluso con el alto grado de dolarización de las operaciones internas. Sin gasolina, el carro no anda y, en este caso, transitar el tumultuoso camino de la pandemia será algo poco menos que trágico para los venezolanos.
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