Con el colapso de los ingresos del país (producto de la merma de la renta petrolera y del nulo acceso del Gobierno al endeudamiento externo), el Ejecutivo ha acudido a fuentes alternativas de recursos, consideradas inéditas en años anteriores. No es casual que, desde hace algunos meses, los venezolanos hemos sido testigos de una crecida en la tala de árboles en varias ciudades del país, además de un mayor interés de parte de los gestores regionales por recolectar otros insumos con algún valor en los mercados internacionales, como la chatarra. Más allá de las implicaciones ecológicas al respecto o el interés de las autoridades regionales por cambiar el paisaje urbano, tales acciones parecen perseguir una recolección casi desesperada de recursos.
Algunos datos oficiales dan cuenta de ello. Si se toman las cifras de exportaciones de Venezuela al resto del mundo bajo tales conceptos, es evidenciable como las ventas de madera y chatarra han aumentado considerablemente en el último año, sobre todo durante los meses de mayor arraigo de la pandemia del COVID-19, donde los ingresos del Estado fueron crónicamente escasos. Sin embargo, a pesar de ese repunte, las magnitudes de lo obtenido anualmente por el mercado local por tales ventas alcanzaron hasta USD 13,4 millones (a octubre de 2021) parecen menos que insignificantes, si se contrastan con lo exportado en petróleo en años anteriores, siendo incluso inferior a lo que, en promedio, ha inyectado el BCV en divisas cada semana al mercado cambiario interno. En un país que reportó hasta USD 93.569 millones (según cifras oficiales) por ventas petroleras al exterior entre 1997 y 2018, y que alcanzó un nivel de reservas internacionales de hasta USD 43.127 millones (según cifras oficiales) en el mismo lapso, las ganancias obtenidas por comercializar chatarra y madera parecen limosnas en frente de las fuertes necesidades de recursos que apalanquen una posible recuperación económica de Venezuela.